Las riquezas del imperio dotaron a la ciudad de una estampa exuberante y luminosa. El oro era el principal elemento decorativo y podía apreciarse en las columnas y fachadas de los edificios, así como en muros y portones. El emplazamiento más importante era el recinto sagrado, donde se podían contemplar los templos dedicados a las diferentes deidades. Una pirámide escalonada gobernaba la planicie, ubicada en el centro de la urbe. Los sacerdotes de Ishtar iban tocados con penachos de plumas, brazaletes, pectorales y diademas doradas y llevaban los cabellos rasurados en señal de respeto a su diosa. Por el contrario, los ministros de la fe solar apenas portaban abalorios, limitándose a vestir jubones con el disco áureo en la zona del pecho. Estos últimos no se afeitaban las barbas ni se cortaban los cabellos, pues su religión no contemplaba tal costumbre.
El gobernador de la Ishtapual tenía potestad para dictar algunas normas y ostentaba el mando de la administración local. Sin embargo, sus decisiones estaban siempre supeditadas al emperador y, en muchos casos, a los caprichos de los sacerdotes. El caudillo poseía una guardia personal que, con el tiempo, fue desplazando su lealtad hacia el sacerdote que ostentaba la portavocía del culto a Ishtar. Otro tipo de élite guerrera muy representativa fueron los soldados que se encargaban de explorar los alrededores en busca de posibles amenazas. Estos se cubrían las caras con máscaras de madera que representaban rostros fieros, con la finalidad de no sucumbir a las ánimas del cercano Bosque de los lamentos.
Algunos ciudadanos entregaban su vida al sagrado oficio de la danza. Tras renunciar a una existencia ordinaria, se consagraban en cuerpo y alma a la labor de bailar, desnudos y untados en aceite, para complacer a Ishtar. Lo hacían durante largas horas, en un trance que les permitía no caer rendidos y al son de unos tambores que, según las creencias, apaciguaban al espíritu de de la diosa. Los ishtapurianos tenían la firme convicción de que la deidad residía, en parte, en las florestas colindantes. Estos bailarines también tenían la obligación de rasurarse el cuerpo al completo y ofrecían una imagen en cierto modo bella, pues gozaban de buena forma física.
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