(Al
fin me he decidido a dejar constancia aquí, en mi blog, de esta serie de pequeños
fragmentos extraídos de un diario de uno de mis personajes de “El jardín
Impío”. Debo aclarar que dichos extractos no figuran ni en la novela ni en su
secuela aún inédita, y que fueron escritos aún antes que las mismas, hace ya
unos cuantos años. Por ello, quizás el estilo narrativo resulte algo más denso
en algunos pasajes. Sin embargo, he considerado que a algunas personas quizás
les gustase ahondar en el pasado de un tal Jaime, y por ello finalmente he
dejado a un lado mis reticencias, para hacer públicos estos fragmentos. Mi
intención es ir subiendo uno de ellos cada semana, esperando que alguien los
encuentre al menos un tanto interesantes. Sin más, aquí les dejo con el
comienzo de dicho diario).
DEL
DIARIO DE JAIME (PRIMAVERA DE 1.997).
Todavía recuerdo con claridad aquel aroma que
embriagaba mi alma con dulzura, llenando mis pulmones de vida y deleitando mi
sentido del olfato. Era tan intenso, que creo que cuando me abandonaba durante
unos minutos a aquel éxtasis, perdía un poco de vida a cambio de semejante
regalo de la naturaleza. Era sugerente, estimulante, arrebatador, e incluso a
veces me dejaba sin aliento. Cada vez que lo sentía, mi corazón palpitaba con
regocijo, mi pecho se henchía vigoroso de alegría, y percibía la vida en toda
su real naturaleza.
Todos
los sábados, durante aquella primavera, pasaba junto a aquel jardín exuberante,
de belleza tal, que mi mirada se quedaba prendida de sus contornos y recovecos
durante minutos. En verdad me resultaba difícil, e incluso me atrevería a decir
doloroso, tener que dejar de contemplarlo. Había un cierto halo de misterio y
romanticismo que rodeaba aquel pequeño paraíso. Cuando me adentraba en él,
dejaba atrás un mundo estéril y oscuro, para internarme en otro exultante, que
rezumaba vida y alegría por los cuatro costados.
Todavía
hoy sigo creyendo que al otro lado de aquellas verjas que delimitaban su
contorno, lo que había en realidad era una pequeña parte de otro mundo.
El
sonido débil, e incluso sedante, de las bisagras bien engrasadas de la portilla
de barrotes verdes, producía en mi una excitación que erizaba mis cabellos. Sin
embargo, al mismo tiempo sentía una calma que arrullaba mis sentidos. Entonces
avanzaba lentamente, internándome en aquel mundo donde proliferaba la
hermosura, el verde, el blanco, el amarillo, el rojo, y todos los colores de la
naturaleza en su más grandioso estado.
Hasta
mí llegaba entonces aquella magnífica melodía de olores, colores y texturas.
Incluso podía sentir el tacto liso de las piedras por las que estaba formado el
estrecho sendero, que recorría el jardín en línea recta hasta la casa que había
al final.
El
amarillo resplandecía sobre la cara interna de los muros, cubiertos de alhelí y
alamanda, el azul del Albarraz era como una pequeña parte del cielo junto a las
piedras del camino, y el blanco de las margaritas surgía en casi todas partes
por entre el verde de la hierba recortada.
Había
un pequeño estanque a la izquierda de la corta senda, rodeado por frescos
helechos, y engalanado con nenúfares que flotaban lánguidamente sobre su
superficie plateada. También había diversos tipos de árboles frutales, cuyas
ramas se verían en su momento dobladas por el jugoso peso de los manjares,
abotargados con el aliento de la primavera y su semilla fértil.
Es
curioso, pero de las decenas de veces que estuve en aquel lugar, la que
recuerdo con mayor nitidez es la primera de todas. Del resto, tan sólo me queda
perfecta memoria del olor a naturaleza. Las imágenes maravillosas se han ido
emborronando a lo largo de los años dentro de mi cabeza. Cada vez que trato de
evocarlas es como si se estropearan un poquito más, entre los dedos torpes y
grasientos de mi mente.
Durante
aquella primavera mis amigos y yo habíamos decidido ganarnos algún dinero,
repartiendo por nuestra villa, engalanada siempre de bucólicos ropajes, un
cierto número de rifas con las que se sorteaba un jamón. La mayoría de la gente
siempre se mostraban dispuestas a comprárnoslas, y no porque les gustase el
premio o por amabilidad hacia nosotros, sino porque en realidad les interesaba.
La mayor parte de las ganancias iba a parar a la comunidad que sustentaba la
organización de las fiestas del lugar, celebradas todos los años a finales de
la primavera.
Como
en realidad no éramos muchos los que nos dedicábamos a tal menester, y la villa
era bastante grande, decidimos repartirnos el territorio a cubrir. Por
desgracia o por fortuna para mí, aquel lugar maravilloso quedó dentro de mi
parte.
Al
principio no sabía quién vivía en la espléndida casa. En realidad ni siquiera
sabía que existía. La primera vez que la vi enseguida me llamó la atención su
emplazamiento, apartada de las otras casas, aislada del mundo en el que vivimos
el resto de los mortales.
Acababa
de cubrir todas las viviendas que había situadas encima de una loma que se
alzaba sobre el valle. Más bien una antigua escombrera estéril, donde sólo
crecían algunos arbustos y malas hiervas. Estaba justo sobre la ladera de una
de las colinas de las que formaban la sierra montañosa que flanqueaba por el
oeste aquella población. Fue entonces cuando vi la casa, allí arriba, al
sureste del mundo, encumbrada sobre la cima de otra suave loma verde que se
destacaba un poco de la escombrera.
Un
manantial de luz bañaba sus paredes blancas y marrones, pues parecía que el
lugar nunca dejaba de ser acariciado durante el día por los rayos del sol. En
el resto de las zonas, las sombras siempre acababan por inundar los hogares al
comenzar la tarde.
Sin
que entonces supiera por qué, mi corazón se aceleró repentinamente ante aquella
visión. Una mezcla de terror instintivo, y sugerente excitación, invadió mi
alma. Y aunque una voz interior insistía encarecidamente en que me alejara de allí,
no pude reprimir el impulso, alimentado por la curiosidad, de dirigirme hacia
la casa.
̶ ¡Buenas tardes, Jaime! – me saludó
alguien que pasaba junto a mí en esos momentos. Lo cierto es que su voz me
llegó como desde otro mundo, pues ahora mis sentidos estaban puestos casi por
completo en otra parte ̶ ¿Te
sucede algo? Te noto muy extraño.
̶ ¿Eh? ... Ah, no, no, es que estaba
pensando en... en si le había dado bien el cambio a la señora Pura – le dije,
saliendo de mi ensimismamiento. La verdad es que sabía perfectamente que le
había dado bien la vuelta a aquella señora. Pero tenía que inventarme algo para
que Rufo, el que me había saludado, me dejara tranquilo de una vez.
-Entonces
no te distraigo más. Que tengas buen día –, concluyó el joven, apretando el
paso en dirección a la parte baja del pueblo, donde estaban los bares,
frecuentados por gente ya jubilada o jóvenes como Rufo, que llegaban de sus
trabajos y se iban a “echar la partida”.
No
tardé casi nada en subir la pronunciada rampa de hormigón, de superficie
estriada, mientras las decenas de monedas se mecían y bamboleaban en el
interior de mi riñonera. Al momento ya estaba frente a los muros y el enrejado
que bordeaban la casa y el jardín.
Luego
me interné en él abriendo la portilla, y preguntándome si al dueño del lugar le
importaría aquella intromisión. Lo cierto es que no había ni un simple candado
que así lo indicara.
<<¿Quién
vivirá aquí?¿Estará en estos momentos?>> Me pregunté con cierto
nerviosismo, mientras llegaba frente a la puerta de madera de pino, barnizada
con tal maestría que casi me podía ver reflejado en ella.
Tardé
unos segundos en reunir el valor suficiente para llamar al timbre. Cuando al
fin lo hice, tan sólo un silencio inquietante me respondió. Volví a hacerlo una
segunda, una tercera y hasta una cuarta vez, pero nadie contestaba. No sé por
qué, pero sentía la necesidad de saber quién vivía allí, de ver a esa persona.
Normalmente, cuando no respondían a mis llamadas, simplemente daba media vuelta
y me iba indiferente.
Pero
esta vez era distinto. Algo me llamaba desde el otro lado...
Y
cuando ya estaba convencido de que nadie me abriría la puerta, y una pésima
decepción me hizo sentir totalmente deprimido, me di la vuelta lentamente,
disponiéndome a salir del jardín. Fue entonces cuando oí que alguien abría la
puerta a mis espaldas.
̶ ¿Desea algo, joven? –. Aquella voz de
terciopelo llegó hasta mi corazón como un rayo de luz eléctrica que hizo
estremecer todo mi cuerpo.
̶ Sólo venía por si usted querría
comprar alguna... – comencé a explicar atropelladamente, a la vez que me daba
la vuelta para mirar a la dueña de aquella voz. Lo que vi entonces me dejó sin
habla, y por poco sin aliento. – Usted... es... es...
̶ ¿Si? – me increpó entonces la mujer
con extrañeza, clavando en mí una mirada interrogativa, con aquellos
maravillosos ojos oscuros.
̶ Perdón, pero es que me recuerda mucho
a una profesora que tuve hace años, cuando tan sólo era un niño. Pero no puede
ser, pues ahora ella sería bastante mayor que usted – me expliqué, sin dejar de
asombrarme ante el parecido que había entre aquella mujer y mi antigua
profesora.
̶ Oh, claro, lo entiendo – dijo ella,
mientras una espléndida sonrisa de comprensión iluminaba su bello rostro –.
Seguramente te refieres a mi madre. Todos dicen que nos parecemos mucho.
̶ ¿Su madre es la señorita Rosa? – le
pregunté, frunciendo el ceño en un gesto apreciativo, curioso.
̶ En realidad ahora es “la señora Rosa”
– me indicó la joven, aún sonriente, y algo divertida por mi actitud pueril y
vergonzosa –. Hace años que se casó y me tuvo a mí –. Al decir esto extendió
sus brazos hacia abajo con aire coqueto y mostró una pose sugerente que quería
decir: ¿Te gusta lo que mis papás hicieron en una sola noche? Sin embargo todo
esto lo hacía siempre con actitud divertida.
Pero
lo cierto es que cada gesto, cada movimiento suyo me volvía completamente loco.
Era como contemplar a una diosa desenfadada y juguetona, que desbordaba lozanía
y suspicacia. Aquellos cabellos lisos y morenos, de los que a veces se
desprendían destellos plateados, su firme nariz recta y ligeramente respingada
en su punta, sus cejas oscuras y perfiladas, aquel rostro fino de piel tersa,
sus ojos oscuros, en los que a menudo resplandecía una lascivia poco disimulada
y efímera bajo unas pestañas largas y curvas. Todo en su cara me hacía
estremecer de gozo, hasta aquel lunar pequeñito que tan bien lucía a la altura
de su pómulo izquierdo.
Su
cuerpecito, elástico y moldeado, de sensuales curvas e hipnotizadores
contornos, haría tartamudear a los mismos dioses. Sus muslos macizos eran como
dos deliciosos bocados, caídos desde el cielo de su turgente trasero y su
estrecha cintura. Sus pechos, tiernas colinas del paraíso, ocultas siempre para
los extraños para no provocar su locura, bajo jerséis de gruesa lana, o como
poco blusas de fina seda.
̶ ¡Eh! ¿Hay alguien ahí dentro? –
preguntó juguetona, mientras agitaba su mano frente a mi cara –. Parece que te
has quedado petrificado.
̶ Lo... lo siento, es que estaba
pensando en que... en que si querrías comprarme una rifa – balbucí, mostrando
luego el mazo ya sustancialmente reducido de las mismas.
A partir de ese día, me pasé el resto de la
semana esperando a que llegase el sábado para volver a verla. Pensaba en ella cada segundo de mi vida. Me la imaginaba
desnuda, sonriendo con aquel gesto burlón y lascivo que tan loco me volvía,
danzando jadeante sobre mi cuerpo.
Cada vez que la tenía frente a mí sentía aquel enorme gozo que
colmaba mi ser. Pero es cierto que desde el principio noté también una
inquietante angustia, cuya razón no alcanzaba a vislumbrar.
Su cuerpo siempre
estaba perfumado y olía a suave naturaleza. Cuando la tenía frente a mí me
llegaban imágenes de arroyos cristalinos, del rocío sobre las alfombras verdes
de las praderas, de las nubes eyaculando sus blancos copos de nieve y
fecundando con ellos a la tierra. Pero había siempre un rincón oscuro en mi
mente, que también era despertado ante su visión. Lo malo es que nunca conseguía
ver lo que se ocultaba entre sus sombras.
Este recelo se hacía mayor cuando a veces
pensaba que algo en ella parecía irreal, o más bien diría, en cierto modo
artificial.
Pero todo esto era
eclipsado por la irresistible atracción que en mí suscitaba. Jamás olvidaré el
día que rozó mi mano con las yemas de sus dedos, cuando me daba las monedas
para pagar la rifa. Todo mi cuerpo sintió entonces un escalofrío de placer,
como si una pequeña corriente eléctrica lo surcara en una fracción de segundo,
estimulando cada músculo, cada célula del mismo.
- Parece que ya es sábado otra vez, ¡Eh! – me dijo
entonces, y nuevamente creí ver brillar en su mirada aquella lujuria apenas contenida y disimulada -¡Cómo pasan los
días! ¿No crees? – luego solía apoyar su hombro sobre el umbral de la casa,
cruzaba sus piernas con aire coqueto, y parecía esperar divertida mi reacción
siempre temblorosa, y mis tímidos tartamudeos.
- Si... si, creo que el tiempo se me escurre entre los dedos –. Por desgracia yo
siempre solía por entonces soltar
aquel tipo de estupideces cuando estaba ante una mujer hermosa. Pero esta
era mucho más hermosa que ninguna, y por lo tanto es comprensible mi
atolondramiento.
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