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jueves, 23 de abril de 2015

Eras otoñales



Hubo una época en la que fui un joven en cierta medida atormentado. No es algo atípico, suele darse en buena parte de la humanidad, sobre todo cuando atraviesa esta su edad adolescente. Los días de otoño, con la garra tórrida del estío ya languidecida por completo y las aceras regadas con el llanto pardo que los árboles derramaran sobre ellas, solía deambular sin rumbo entre los senderos de mi pueblo. Contemplaba las formas siniestras de los árboles estirando sus retorcidas prolongaciones sobre las laderas que desprendían un aroma a tierra húmeda. A toda máquina sonaba, en tales ocasiones, la música que el walkman procesaba y los auriculares derramaban como una tormenta en mis oídos. Era frecuente, por entonces, que abandonara mis sentidos a la avalancha de emociones depresivas que el disco "Draconian times" de "Paradise Lost" desencadenaba en mi mente. Ensoñaciones delirantes cobraban forma en mi cabeza, entretejidas al ritmo de aquellos pesados acordes preñados de melancolía y rabia. La naturaleza fértil, empapada con el rocío pertinaz de esa época, desplegaba al mismo tiempo ante mis ojos un espectáculo de hermosa decadencia. Semejante oleaje de sensaciones fue grabando, a fuego, un mensaje indeleble en lo más profundo de mi subconsciente, como si de un humus imperecedero se tratase. Años después, aún perdura en las habitaciones de mi alma un cierto sabor, dulcificado con la edad, a tierra húmeda, árboles desnudos, bosques pelados, laderas umbrías y pasajes cubiertos de una pátina de terror revestida de elegancia. Aquellos despojos ruinosos de alguna casa o una cabaña aferrándose a los pies de una montaña escabrosa marcaron, a fuerza de acordes metálicos, cada parte de su decadente esencia. 
 No en vano, cuando me detengo para meditar sobre ello, me doy cuenta que de forma quizá inconsciente, nunca falta la presencia de los bosques oscuros entre las páginas de mis creaciones literarias. La naturaleza, a veces en su vertiente más terrible, ostenta un protagonismo predominante en mis escritos, un liderazgo aplastante que a veces ensombrece incluso a los propios personajes. Es como un ente rebosante de vida que palpita por cada uno de los poros de mi cerebro para destilar su negra magia sobre las páginas.
 No es extraño que, a veces, el ser humano se sienta deprimido ante las abrumadoras fuerzas a las que lo somete la propia existencia. Lo bueno es poder atesorar esos fragmentos pasajeros de vida en alguna habitación del inconsciente para, más adelante, usarlos como fructífero alimento en alguna reflexión, cuento o cualquier otro producto de tu imaginación.
 El libro "La huella del cazador" bebe, en cierta medida, de esos manantiales candentes que impregnaron mi mente en épocas más tortuosas de mi vida. Por eso ahora me gusta ver reflejado en sus páginas una parte de ese "yo" de otras edades de mi devenir como ser humano a veces frágil, pero siempre tenaz y testarudo. 
 Hoy he vuelto a "desempolvar" los sonidos de ese grupo que cinceló aquellos paisajes otoñales que más tarde me servirían como "lago" cuajado de pulsantes inspiraciones. Me ha parecido inevitable arrojar esta reflexión un tanto melancólica quizá, pero no carente de cierto orgullo por una de mis creaciones.
 Ahora, todo aquel que quiera adentrarse en ese pequeño universo donde reinan los vetustos robles, infestado de criaturas espantosas y plagado de tragedias, tiene la ocasión de hacerlo. Es mi forma de compartir inquietudes y fragmentos de existencia. Es la grandeza de la literatura, que te brinda la oportunidad de alzar la voz para que más personas observen el mundo bajo el mismo prisma que utilizaste en determinados momentos.

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