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miércoles, 12 de diciembre de 2012


                                  ÁRBOL DE NAVIDAD IMPÍO.


Os contaré una historia tan breve como terrible. Una historia que refleja de manera perfecta lo nefasto que puede llegar a ser el renunciar a los principios de uno, con el firme propósito de complacer a alguien querido. 
 Yo siempre he sido una de esas personas que miran con recelo y hastío todo eso de la Navidad. Ya saben ustedes, uno de esos cascarrabias ceñudos, que despotrican constantemente sobre esa montaña de engaños que bombardean nuestros sentidos sin tregua, durante estas fechas. Siempre he visto el asunto de las fiestas  navideñas como una ocasión perfecta, enmascarada con el engañoso invento de un nacimiento sospechosamente manipulado, para drenar nuestras carteras bajo el apetito voraz de unos cuantos magnates al servicio de un comercio ávido de dinero. Bueno, ya conocen la historia: uno más de tantos rancios cansados de que le quieran imbuir con el necio invento de una mentira capitalista y bla, bla, bla.
 El caso es que, como buen cascarrabias, siempre he sido reacio a decorar el salón de mi casa con uno de esos árboles cruelmente decorados con el abotargado peso de ornamentos brillantes. Pero este año, con la sencilla intención de complacer a una persona que significa mucho para mí, y a la que le debo gran parte de mi felicidad en esta vida, me decidí a hacer de tripas corazón y ceder ante el engaño. Sí, ciertamente hice un hueco entre las estanterías atestadas de libros de mi salón y los viejos butacones y en él levanté ese altar en nombre de la mentira. Ese de sinuosas ramas repletas de abigarrados adornos que todos llaman "árbol de navidad". Sin embargo, en un último impulso por preservar parte de mi empecinamiento anti-navideño, preferí no gastar parte de mis ahorros en dicha planta. No, señores míos, en lugar de romper mi hucha y correr hasta la tienda más cercana, lo que hice fue traerme un árbol a cuestas desde el monte colindante a un lugar llamado Villa Nova. Ay, desdichado de mí, que no supe entonces lo que estaba haciendo. Introduje en mi casa esa hedionda cepa, que al principio tan hermosa parecía, sin ser consciente de que lo que conmigo traía era un pedazo del mismo infierno.
 Al cabo de unos pocos días, el tallo de aquel vetusto trozo de naturaleza comenzó a tornarse oscuro y repugnante. Por mucho que lo regaba iba marchitándose cada vez más. Supongo que no era agua de lo que el árbol estaba sediento. Como no supe saciar esa perentoria necesidad de alimento, al final el mismo espécimen tuvo que hacerse cargo de sí mismo. El que ven en la foto de arriba soy yo, atrapado entre las ramas de mi propia codicia. De esto hace apenas un par de noches. Ahora ya he comenzado a escuchar extraños sonidos y se ha despertado en mi estómago un hambre terrible, que no soy capaz de saciar por más que asalto mi nevera. Supongo que ya no es comida normal lo que demandan mis entrañas. 
 Sólo me resta desearles a todos unas "impías y felices fiestas".

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