De vez en cuando, resulta gratificante sentir la superficie irregular de un sendero bajo tus botas. A pesar de todos esos pequeños guijarros alojándose en tus suelas, ávidos por introducir sus punzantes aristas en los más tierno de tu pie. A pesar de todo ese barro que va tiñendo suciamente los bajos de tu pantalón. Y a pesar también de esas molestas ampollas, fruto de un paso marcial como el de quien suscribe, realmente, merece la pena perderse durante unas horas, entre los senderos que poco a poco, te alejan del gris asfalto, de su moribundo bullicio, y de sus pretenciosos carteles luminosos. Hoy sentí la llamada del camino, susurrando tras la puerta de mi casa, y decidí que era hora de escucharla y atenderla. Aunque el frío era incipiente, el sol pegaba de cara al principio, y muy pronto, el sudor empezó a escurrirse por mi espalda, tras la camiseta y el chaleco baquero. Llevaba mi mochila con dos botellas de agua como de costumbre, y una sudadera por si me pillaba el temporal, y esto suele dar bastante calor. Sin embargo, pronto me vi rodeado de nuevo por mis amigos de imponente presencia, recia piel cuarteada, y retorcidas extremidades, y eso, es algo que siempre me reconforta. Sentir la sombra de los árboles acariciar mi cuerpo. Contemplar sus hojas amarillentas desprenderse con sutileza, para ser arrastradas por la brisa hasta el sendero embarrado. Escuchar el arrullador y cristalino discurrir de las aguas de un riachuelo, contemplar parajes solitarios, pero llenos de vida al mismo tiempo. Todo ello me hace recapacitar con mayor detenimiento, y sopesar con calma cada uno de mis pensamientos.
Sin embargo, no es todo esto el verdadero motivo de este capítulo de mi cibernético diario. Hubo algo, durante el camino, que hizo que me sobrecogiera durante unos minutos, a la par que era deleitado por la belleza innegable de sus formas. Fue una visión en cierto modo dramática, el vestigio incólume de un pasado rebosante de penumbras. La angustia caló casi a hurtadillas en mi espíritu, se hizo paso silenciosamente, hasta que por fin, supe que se había colado dentro de mi corazón. Se preguntarán tal vez, cual es la visión, que puede en tan poco tiempo causar semejante respuesta de mis sentidos. Pues bien, tal vez se sorprendan al conocer la respuesta, pues se trata tan solo de una edificación no demasiado antigua. Eso sí, una construcción enorme, creo que la más grande del país, en cuanto a superficie. Pero lo que realmente hizo que me sintiera triste y apabullado, fue el significado que semejante coloso tuvo durante largos años. Y es que no en vano, durante esa época oscura del franquismo, aquel montón de piedras, aquella mole inmensa, cuya torre apuntá aún hoy hacia el cielo como un dedo amenazador, representó la subyugante hegemonía de la represión. Toda la angustia, que sin duda debieron sufrir los centenares de huérfanos que allí padecieron disimulado cautiverio, sobrevino sobre mi mente en cuestión de segundos. Sentí, o creí sentir entonces, cuan desdichados debieron ser durante años, todos esos niños. Aunque bueno, siempre puedo estar equivocado, o tal vez sea víctima de una visión, cuya perspectiva ya no es la misma que la de entonces.
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